Vlad Circus

Nada más triste que una Navidad
sin regalos y sin nieve.

Isabella Lambert Mills

1928

I. DESPUÉS DEL INCENDIO

El fuego empezó, hasta donde Oliver Mills podía imaginar, con una simple chispa que brotó del circuito eléctrico de uno de los generadores y pronto se convirtió en una fulgurante lengua que lamió la lona del circo. En minutos, el mundo estaba ardiendo. Las llamas caían semejantes a una lluvia alrededor del aterrorizado payaso. Y esa lluvia no se detuvo por ocho años. En su mente permanecía como una fotografía viva que guardaba en contra de su voluntad. Las personas se quemaban en un bucle infinito, desesperándose mientras sus ropas y cabellos se convertían en antorchas. Huían con sus hijos en brazos hasta derrumbarse. Aquel infierno había durado doce minutos en la vida real, pero toda una vida para Oliver.
Agitó la cabeza. Un acto reflejo que lograba desvanecer el fuego. El recuerdo dejaba un vaho negro y aceitoso. Luego, en días o en horas, volvía a encenderse. Oliver apretaba los dientes, sacudía la cabeza. Se tocaba la cara, húmeda de lágrimas.
—Si estuvieras viva —deseó frente a la tumba de su madre— quizás me escucharías.
Arrojó los crisantemos sobre la lápida. El viento arrastró algunos pétalos blancos y Oliver se puso de pie. Le dolían las rodillas.
—Estoy aquí —dijo su madre.
—Estás muerta —sonrió—. Los muertos no deben hablar con los vivos.
Regresó por el camino de grava. El sol estaba poniéndose y llegaban grandes masas de nubes amenazantes. A esa hora, el cementerio de Scranton parecía un esqueleto de dinosaurio. Los cipreses que bordeaban el sendero ondulaban con fuerza. La oscuridad se extendía entre las sepulturas. Oliver se arrebujó en su impermeable. Tenía frío porque la prenda estaba en sus últimos años. La había encontrado en un contenedor de basura y era su mejor abrigo. Un aliento gélido se le metía por todos lados.
—Estás muerta —repitió.

 

En la colina había alguien observándolo. Oliver tuvo el impulso de apurar el paso, pero siguió caminando como si no hubiese notado la presencia. El terror lo invadió hasta los huesos. Supo que la sombra lo perseguía, acechaba tras los dientes rotos de las cruces y monumentos. Oía susurros, pero quizás era el invierno colándose entre los árboles. No se atrevió a devolver la mirada, contuvo la respiración y atravesó el pavimento hacia el portón de salida. La vista afuera del cementerio era más afable. Había transeúntes y algunos vehículos que empezaban a prender los faros. Debía serenarse. Siempre que visitaba a su madre, tenía la sensación de hundirse él mismo en un sepulcro. Como si el camposanto estuviera dentro de un gran agujero. Bastaba con salir para que el aire se volviera más puro. Una sensación no del todo cierta, se dijo. Le costaba acostumbrarse al humo de los automóviles que circulaban por las angostas calles de la ciudad. Le recordaban a la fábrica de cigarros Wilson donde había trabajado de niño. Eran como enormes ratones sin cola yendo y viniendo por un laberinto. Estaban en todas partes, a toda hora, una maraña negra que echaba un hollín espeso y atronaba los oídos. Iban sobrecargados de refinados señores de traje, damas relucientes y niños inquietos. Ya casi no se veían carruajes con caballos de tiro. Lo llamaban progreso. Otra de las consecuencias de la guerra europea. La Primera Guerra Mundial, le decían ahora. El país esperaba otra más, imaginó Oliver. Ya se veían noticias poco alentadoras en los periódicos, escuchaba rumores al pasar junto a los bares. No pocos ciudadanos discutían sobre la necesidad de evitar una crisis. El lapso de bonanza industrial se arrastraba hacia sus días finales y nadie entendía exactamente el motivo. Muchos estaban perdiendo sus empleos. Aquello complicaba a Oliver, porque no conseguía reintegrarse por entero a la vida común. El doctor Jasper solía animarlo diciéndole que todavía era suficientemente joven para conseguir un trabajo de los buenos. Pero los años corrían. Oliver acababa de cumplir cuarenta y tres. Como estaban las cosas, se conformaría con uno o dos dólares a la semana. No tendría que mendigar ni volver al asilo en busca de algo para comer. Ya era demasiado con que el psiquiatra corriera con los gastos de la habitación donde vivía desde hacía seis meses. No estaba obligado, en absoluto. Jasper era una buena persona. Lo había acogido después del incendio, y durante cuatro largos años se ocupó de darle el mejor tratamiento a su alcance.
—De todos modos, no volveré —murmuró.
Debía reconstruir su vida ya que estaba curado. Por supuesto, tendría secuelas para siempre, en particular un miedo visceral a caer de nuevo en la enfermedad y en la oscura depresión de los días posteriores al incendio. Sólo sería eso, temor, la inseguridad propia de alguien que había padecido el maltrato desde pequeño. Pero ya nada tan severo como para recibir tratamiento. Metió la mano al bolsillo donde tenía la pequeña botella de tónico. No la había necesitado. El buen doctor estaría conforme. Sólo recordar algunos de los métodos del asilo le provocaba náuseas. En algún punto, era consciente de que Jasper lo tenía de conejillo de Indias. Oliver lo dejaba hacer —tampoco es que pudiera impedirlo. Había soportado shocks de frío y calor, y mil formas brutales de provocarle fiebre para que las alucinaciones remitieran. Empero, el médico siempre había sido amable y se mostraba preocupado. Sí, una buena persona; como diría su madre, una persona de Dios. Lo había visitado a diario durante casi cuatro años después de que le diera el alta en 1925, mientras Oliver todavía vivía en el asilo ayudando con las reparaciones para devolver algo de lo recibido. Y ahora lo sostenía pagando de su bolsillo como un padre cuidaría de su hijo. De hecho, como el padre que Oliver no tuvo. A veces, en la vida hay seres que se cruzan en el camino y son tanto más importantes que los familiares o aquellos que llamamos hermanos del alma. A veces, sí, estos son los primeros en abandonarte. Lo decía su viejo amigo Harry.
Oliver sintió una punzada de remordimiento mientras se acercaba a los suburbios. Eso era, precisamente, lo que había hecho. Alejarse de las personas que confiaban en él. Ollie el Perezoso sólo era un disfraz. Ya no daba risa sino lástima, y esta vez era una lástima auténtica. A pesar de los consejos, no volvería a encarnar al payaso triste.
La calle discurría entre hileras de casas y edificios de ladrillo. A pesar de que se acercaba la Navidad aún había balcones en flor. Algunas luces de vela brillaban tras las ventanas. En el aire se sentía una algarabía que contrastaba con las preocupaciones de la clase trabajadora. Tal vez sería buena idea que Oliver colgara algunos carteles en los postes de luz. Tendría la chance de que le pagaran por hacer reparaciones o por quitar la nieve de los tejados. Aquel año la nevada tardaba en llegar y muchos se preguntaban si lo haría a tiempo para la Nochebuena. Nada más triste que una Navidad sin regalos y sin nieve, solía decir su madre. Para gente como Oliver, que el frío se tomara su tiempo podía ser una bendición. Imposible calefaccionar el pequeño espacio donde vivía. En ese sentido, extrañaría la vida sosegada del asilo. Los días pasaban en una rutina tranquilizadora. La comida era poca, pero se estaba caliente. Oliver se rio por lo bajo, con el rostro metido entre las solapas del impermeable. Ante sus ojos vio aparecer una tímida espiral de vapor, señal de que el clima iba en picado. Su única preocupación en Asylum Hill había sido ayudar con la limpieza y reparar tuberías antiguas y muebles más desvencijados cada año. Sin embargo, Jasper había insistido en que era tiempo de volver a hacer su vida, que permanecer en el asilo no lo llevaría a ninguna parte. En el tiempo extra que pasó en el lúgubre edificio había conseguido recuperarse y aprender un oficio. Ollie el payaso era cosa del pasado.

 

La escena fue espantosa, el olor a carne quemada era insoportable y cuando Kemmler falleció salía humo de su cabeza. Oliver leyó el anuncio con un rictus de disgusto. La lona pintada a mano con grandes letras rojas cruzaba la esquina de Webster y Langton, justo arriba de una muchedumbre que escuchaba a un hombre muy alto, ataviado con una gorra de lana y un abrigo largo. Las farolas arrojaban manchas que se movían inquietas sobre el pavimento.
—Es la segunda vez hoy —dijo un viejo al pasar por delante de Oliver—. Ese hijo de puta.
Oliver lo siguió hasta el grupo de curiosos. No supo por qué lo hacía, pero el impulso fue más fuerte que su sentido común. De alguna manera, sabía de qué se trataba aquello. No era el primero en hacerlo ni sería el último.
Oliver tenía una altura media, por lo que debió estirarse para mirar por encima de los hombros y sombreros. En el semicírculo formado por la gente a modo de escenario, el presentador había dispuesto una cantidad de jaulas junto a la máquina. Un pequeño simio y dos perros esperaban su turno.
—Damas y caballeros —anunció el hombre alto— ya no tienen que soñar con viajar a la prisión Auburn para asistir en vivo a uno de estos. ¡Hoy, para todos ustedes, el mayor espectáculo de electricidad del país!
—¡Queremos ver al mono! —aulló una mujer, seguida de vítores y aplausos.
—Oh, no no no —replicó el presentador, al tiempo que se quitaba la gorra y la extendía hacia sus espectadores—. ¡Primero este simpático orejudo! ¿No es precioso? ¡Vamos!
Oliver escuchó la mezcla de risas, quejas y el tintineo de monedas. Entretenimiento a lo grande a cambio de unos peniques. Era inevitable que la memoria lo devolviera a los tiempos del circo y aún más atrás, a los espectáculos callejeros con los que solía subsistir antes de conocer a Vlad Petrescu.
¿Qué sería de la vida del viejo? Luego del incendio de su amado circo y de la ejecución de su hermano, no había vuelto a tener noticias suyas. Suponía que había regresado al hogar paterno, del que siempre hablaba cuando se iba de copas. La Casa Petrescu, así la llamaba. Estaba a dos condados de distancia, al este de Scranton. Una gran mansión en medio del bosque y cerca de un estupendo lago de agua dulce.
—Algún día, Ollie —le decía— iremos a pescar truchas. ¡Gordas y brillantes como monedas de plata!
El tintineo se había detenido y el presentador, con cara de pena, hacía pantomimas en un intento final por recaudar algunos peniques adicionales. Cuando vio que la gente se impacientaba, mostró una enorme sonrisa vacía de dientes y fue hasta la jaula de uno de los perros. Arriba de la máquina, un aparato oscuro de óxido, había montada una pequeña silla con correas.
Joseph Petrescu murió electrocutado en el atardecer del 6 de abril de 1922, luego de un juicio público en el que fuera declarado culpable del incendio. Su propio hermano y dueño del circo, Vlad Petrescu, había declarado en su contra. También casi todos los demás. No era el caso de Oliver, que para entonces estaba internado. El trágico fin del circo había resultado demasiado para sus nervios.
Vio que el presentador luchaba con el perro hasta sujetarlo con las correas. Luego volcó un chorro de agua en el animal y se dispuso a usar la máquina, pero no lo hizo. En lugar de ello volvió a pasar la gorra ante los abucheos y risas de la muchedumbre, que cada minuto era más abundante.
Oliver dio un paso atrás. Lo empujaban y tironeaban. Joseph Petrescu había terminado en la silla eléctrica. Había arruinado la vida de Alessia. Bien muerto estaba, y Dios sabría perdonarlo. En todo caso, esa era una tarea reservada al Cielo. ¿Y qué pasaba con Oliver? Lo cierto es que el único lugar donde se sentía seguro se había ido al infierno. El Circo Vlad era mucho más que un espectáculo itinerante. Para él y sus compañeros constituía un hogar. Un mundo aparte para personas que la sociedad no comprendía ni necesitaba. Los inútiles, los fenómenos. Los que no producían bienes de ninguna clase. El Circo Vlad era su familia y ya no existía.

 

—¿Dónde está Alessia?
El doctor Nicholas Jasper lo observó a través de sus anteojos de marcos redondos. Como respuesta, sopló una voluta de su pipa y se repantigó en el sillón. Jasper era el director de Asylum Hill, el asilo para enfermos mentales de Scranton. Tres cuartos de sus setenta y ocho años los había dedicado a la medicina y era uno de los mayores expertos en psiquiatría de la región.
—Lo he visto otra vez —continuó Oliver—. Aquí mismo, mirando por la ventana.

Justo cuando estaba llegando al edificio donde rentaba su habitación, había alzado la mirada a causa de un presentimiento. Allí estaba. El extraño, la sombra, observando desde el segundo piso. Dentro de su propia habitación. Oliver bajó la cabeza, asustado, pero tenía que superarlo. Volvió a mirar. Estaba allí. Lo vio cerrar la cortina y retroceder, o eso le pareció. Ya era de noche y había poca iluminación.
Trepó las escaleras en penumbras con el corazón latiéndole a toda velocidad, y tuvo que reunir el valor para entrar al apartamento. Pero lo hizo. Encendió la luz. No había nadie. El intruso se había retirado, no tenía dónde esconderse. La habitación era apenas un cuadrado con una cama, un ropero pequeño y un baño aún más estrecho. Oliver contempló las paredes descascaradas con una mezcla de sensaciones. Un afiche del Circo Vlad en su época de esplendor, ya amarillento, era el único lujo en el pequeño espacio. No lograba sentirse a salvo en ningún lugar que no fuera Asylum Hill. Por otra parte, podía apostarle al doctor Jasper que no estaba sufriendo alucinaciones. Nada de eso. La figura que lo perseguía era real. En una ocasión había visto sus huellas, manchas de lodo que dejó luego de revisar sus pocas pertenencias. Había desparramado la ropa y dado vuelta el colchón. El harapiento disfraz de Ollie el Perezoso estaba tirado como el cadáver desinflado de su vida pasada. Gracias a Cristo, no se había llevado las herramientas que usaba para las reparaciones. Sus papeles estaban en el piso, incluyendo el diario personal que le había dado el doctor Jasper y que no había empezado a escribir. Pero lo peor, lo que no podía entender, era el frío que dejaba el extraño al retirarse. Un frío irracional.
—Alessia se ha marchado hace dos semanas —dijo el doctor Jasper—. Iba con alguien.
Oliver miró hacia el sillón. Un sillón que, desde luego, no estaba allí. Tampoco había nadie con él en la habitación.
—No sé qué está pasando —dijo en voz alta— pero no estoy loco.
Sentado en la cama, todavía vestido con el impermeable, comprendió que la nieve había empezado a caer. El alféizar de la ventana acumulaba una delgada capa blanca. Sería una Navidad como todas, al fin y al cabo.