“No temas la muerte; estamos destinados a morir. Compartimos con todo lo que tiene vida, con todo lo que siempre será. Llora la muerte, no ocultes tu pesar, no reprimas tu lamento. Pero recuerda que la tristeza continua es peor que la muerte. Dado que la muerte es descanso, deja que su recuerdo descanse y consuélate cuando el alma parta. Porque la muerte es mejor que una vida de penas y el descanso eterno es mejor que la enfermedad continua.”
A MEDIADOS DE LA PANDEMIA, encuentro para descargar el primer Broken Sword: La leyenda de los templarios en Steam. Lo inicio y comienzo a recordar, de memoria, algunas partes; y por alguna razón que desconozco, me largo a llorar.
Lo hablo en terapia…
No resuelvo un carajo.
Un año y medio después, en el último día de 2021, estoy frente a la tumba de mi abuelo. Hace poco me enteré de que te fuiste el 5 de julio de 2018. La quipa se me cae y las lágrimas también. Ahora sé dónde estás, conozco la fecha de tu partida física. Ahora te puedo llorar.
Leyendo Ludorama Verano, me encontré con la nota de Ramón Masovetzky (“Cómo un inesperado deceso puede revivir un viejo trauma”, página 40). Él descubrió por error una demo inconclusa, una suerte de “alpha” de un videojuego de Indiana Jones. Esto me despertó recuerdos que había olvidado. Mi primer acercamiento a una aventura gráfica. Un CD-ROM que mi zeide (abuelo en ídish) había comprado para mí, repleto de demos. Uno de esos demos era el Indiana Jones and the Fate of Atlantis. Me maravillaban sus colores y cómo se jugaba, pero estaba en inglés, y eso era una pena enorme.
A mi abuelo le debo toda la tecnología de mi vida. Me acercó mucho al mundo de los videojuegos. Él, sin quererlo, me estaba metiendo en los vestigios de los pilares que hoy manejan gran parte de mi pensamiento lógico: lo lúdico como forma de vida.
Mi abuelo nunca fue una persona de demostrar cariño. Era un taurino acérrimo. De esos que son tierra pura y seca. Pero encontraba la forma de decirte “te quiero” sin decírtelo. Yo soy su nieto mayor, y la forma que encontró de decirme “te quiero” fue con los videojuegos.
Nunca me había puesto a pensar en todo esto, hasta ahora.
Mi abuelo tenía una 486. Nos la regaló a mi familia cuando se compró una máquina con Windows 95 en el año ’96 con monitor a color. Pero con mis hermanos estábamos fascinados con la 486. ¡Nuestra primera computadora! Aunque era todo en blanco y negro con algún tono en gris, para nosotros, aunque ya hubiese mejores computadoras para la época, en Paso del Rey, partido de Moreno, conurbano al fondo en el año 1996, la 486 simbolizaba el futuro. Teníamos una hoja con los comandos del MS-DOS (hicimos que nuestra hermana los escribiera porque tenía buena letra) para poder acceder a lo que quisiéramos y rápidamente aprendimos cómo manejar ese sistema operativo. Jugábamos todos los días con los disquetes grandes de cinco y un cuarto. Usábamos el Paintbrush, el Wordpad, el ajedrez con el que mi padre me enseñó a jugar (y me frustró y angustió porque no me costaba entender cómo movía el caballo), y el grandioso Tetris. Pero lo que más amábamos era el Prince of Persia y el truco para poder pasearte por los diferentes niveles. Para mí era magia pura: era romper la Matrix. Esa sensación de impunidad que te daba utilizar los trucos (o cheats) era algo hermoso. Sin querer, nos convertimos en “la casa que tenía computadora”.
Pero mi abuelo, en su casa, tenía una con Windows 95, lo último de lo último, y (me pongo de pie) CONEXIÓN A INTERNET. Él me compraba los CD-ROM que vendían en el centro de Merlo y yo me maravillaba. Los juegos narrativos de Living Books: cuentos clásicos estadounidenses en los que podías hacer clic en las imágenes que conformaban la narrativa (googleenlos, porque es interesante) y lograr que sucedan cosas. Aunque me los sabía de memoria, volvía una y otra vez e intentaba encontrar cosas nuevas.
Pasaba el tiempo y yo me hacía más grande, al igual que los videojuegos, que se ponían cada vez mejores. Podía jugar al Wolfenstein, aunque me daba mucho miedo y ansiedad; su versión modeada de Street Fighter en la que tenías que matar a tiros a Ken, Ryu y Honda; y bueno, el gran Street Fighter 2. Jugarlo una y otra vez sin gastar en los fichines con la poca plata que me daban mis papás era lo más parecido al éxtasis para el Juancito de 7 años. La única bronca era que mi luchador favorito, Dhalsim, no estaba disponible. En realidad, estaba, pero se tildaba el juego. Fue una premonición. Ese día entré en la casa sabiendo que mi abuelo me había conseguido el SF2, pero en mis adentros dije, “¿Y si Dhalsim no anda?”. Dicho y hecho. Mis primeros vestigios de ansiedad paranoide del futuro se hicieron realidad. No se podía jugar con Dhalsim. Ahí comprendí que no todo se puede. Pero cada tanto lo volvía a elegir, intentando, con un poco de pensamiento mágico, que se pudiese jugar, pero no había caso. Se tildaba todo. CTRL+ALT+SUPR. Qué frustración. Igual no te hice notar mi bronca, abue. No te lo merecías.
Yo siempre jugaba con mi abuelo. Él intentaba seguirme el ritmo. No entendía del todo las mecánicas de los videojuegos, pero siempre estaba él, dispuesto a estresarse para poder jugar con su nietito. Preparaba la leche con facturas y me incitaba a jugar. Recuerdo, con amor, el FIFA 95 y sus carteles animados diferentes cada vez que metía un gol. Ahí pude vivenciar la simpleza: cómo algo tan sencillo podía volverme eufórico. Esperaba con éxtasis meter un gol solo para ver qué otro cartel animado había. ¿Y cuándo descubrí el glitch del arquero? Si te pones enfrente y el arquero saca, te pega a vos, la pelota te queda a tus pies, giras un poquito y gol. Fua. Otra ruptura de la Matrix. Rompí el juego. Me sentí Dios por un ratito.
¡El FIFA 97 en 3D! Yo jugaba con el teclado, y mi abuelo con el mouse. No entendíamos mucho si estábamos jugando o qué; él le ponía toda la onda, pero no se entendía mucho. El 3D cambió todos los paradigmas del momento.
Recuerdo que, con tanto vicio encima, como ya les dije, se me tildaba la computadora cada dos por tres. No solo por el SF2; la poca RAM de la época hacía que esa CPU funcionara como un Fórmula 1. Casi siempre había que tocar CTRL+ALT+F4 varias veces para que la máquina volviera a empezar. Equipos grandes, con monitores de tubo, protectores de pantalla y colores blancos. Antes tardaban muchísimo tiempo en poder reiniciarse. Y cuando digo mucho, significa mucho. Mi abuelo un poco se enojaba porque yo no hacía las cosas correctamente: cerrar cada programa y abrir otro. Pero tampoco él me lo demostraba. No me lo merecía, supongo.
En un CD que me compró en el centro de Merlo apareció con el SimCity, ¡que era una locura! ¡Un simulador de ciudad! ¡Y podías mandarle catástrofes!
El Lemmings, que me partió la cabeza, liderando a esos bichitos y esforzándome para que no se me caguen muriendo. Me sentía tan mal cuando caían al vacío, porque era responsable, por primera vez, de vida ajena.
Amaba los discos que venían con demos falopas, a medio terminar, o juegos rarísimos de IPs dudosas.
Navegar por internet a fines de los noventa o principios del 2000 era un viaje lisérgico. Nos metíamos en páginas de River Plate (una vez dejamos un mensaje en el foro y un mexicano nos respondió; te emocionaste tanto que imprimiste ese mensaje), la página oficial de Titanes en el Ring, distintas webs de juegos gratis. Salas de chat rancias, enterarte de qué sucedía en la otra punta del mundo. Fua. El futuro.
Descargar cualquier cosa tardaba horas. Abrir una página tardaba muchísimo. Pero eran otros tiempos: menos neurosis, más paciencia.
Qué bonita y emotiva historia de tu relación con la tecnología y, especialmente, con tu abuelo. Es fascinante cómo la evolución de la tecnología nos afecta no solo en nuestra forma de interactuar con el mundo sino también en nuestras relaciones personales. En tu caso, las computadoras y videojuegos se convirtieron en un vínculo especial entre tú y tu abuelo, algo que parece haber dejado una huella duradera en tu vida.
Los recuerdos de esos juegos, como Prince of Persia, Lemmings, SimCity y luego los del Sega Genesis, como Mortal Kombat y Sonic, resuenan en muchos de nosotros que crecimos durante esa época. Cada título representa no solo un juego sino también una especie de marcador temporal, una forma de recordar quiénes éramos en ese momento y cómo nos sentíamos.
Es curioso cómo la tecnología de la época, con sus limitaciones y sus peculiaridades, como la conexión dial-up o los discos con demos “falopas”, también forma parte de esos recuerdos. Había un encanto en esa “lentitud” y en la limitación de recursos que hacía que cada descubrimiento, cada nuevo juego o cada nueva habilidad (como “romper la Matrix” con trucos) se sintiera como un logro monumental.
La relación con tu abuelo añade una capa más profunda a esta nostalgia. Las generaciones más mayores a menudo tienen dificultades para seguir el ritmo de las nuevas tecnologías, pero el amor y la disposición de tu abuelo para sumergirse en esos mundos contigo son realmente conmovedores. Los videojuegos y las computadoras se convirtieron en más que solo pasatiempos; se convirtieron en una forma de compartir tiempo de calidad, de aprender y de crear recuerdos juntos.
Más adelante me regalaste el Sega Génesis. ¡Mi primera consola propia! Antes teníamos un Family para cuatro. Ahora tenía un Sega Génesis para mí solito. De nuevo, D*os por un ratito. Ahí empecé a vibrar en 16 bits. Todo cambió para siempre: Mortal Kombat 3, Sonic 1, 2, 3, el alquiler de cartuchos en videoclubs, el Street Fighter 2 Championship Edition, Rainbow Island, jugar toda la noche con amigos y empezar a pasarnos juegos… Un mundo por descubrir. El primer cassette que me regalaste fue el Greatest Heavyweights. Juegazo. Lo elegí al azar en ese local repleto de cartuchos en Merlo. El Sega me lo robaron, desapareció, nunca supe qué pasó, pero créeme que le guardo mucho afecto en mi corazón.
Me regalaste una PC por mi cumpleaños, en 1999. Una Compaq Presario “preparada para el año 2000”. Y te compraste otra para vos. Ese día casi lloro. Ojalá encuentre las fotos que me sacaron con mi propia computadora que fue a parar a mi habitación. Me acuerdo de papá armándola. Del Grim Fandango y de los tres Monkey Island. Mi abuela Dody me los regaló porque se enteró de que con su exmarido jugaba aventuras de ese tipo. También me acuerdo de cuando papá contrató internet para casa. Uf. Memorias del dial-up. Ahí sentí que yo mismo era el futuro.
Todo lo que me diste, abuelo. Todas esas sensaciones ♥.
Yo tengo el privilegio de poder decir que jugué videojuegos con mi abuelo. No todo el mundo carga con esa dicha. Corría el año 1997 y el primer videojuego que tomamos muy en serio fue el Broken Sword: la segunda aventura gráfica que jugamos en español; la primera fue El día del tentáculo (hermosísimo juego que disfrutaba con mis hermanos).
Intento, por segunda vez, aventurarme en el pasado desde este presente tan extraño. Compro toda la saga por Steam. Lo vuelvo a empezar. Algunas partes las hago de memoria. Imagino a mi abuelo susurrándome en los momentos en los que me trabo. Me siento medio oxidado para jugar aventuras gráficas. La poca paciencia y la ansiedad que sufro tampoco ayudan demasiado. Menos ayuda llorar cada cinco minutos de juego, pero cada vez lloro menos.
Mientras juego, me doy cuenta de que es un juegazo: que, dependiendo de los lugares en los que me meta, suceden cosas distintas. Que la animación y los diálogos son excelentes. Las cinemáticas 2D y 3D para la época eran bárbaras. La paleta de colores es preciosa. La banda sonora es para casarse. También podés responder afirmativa o negativamente a los personajes y eso tiene consecuencias. Que podés morir, llamar por teléfono, y que cada objeto que pruebes con cada personaje tiene su propia línea de diálogo. Que George Stobbart es un pedante total. Que jugarlo doblado al español (como lo jugaba con mi zeide) es muy entretenido. Fua. Para el año ’96 es un juego inmenso.
Los viernes cenábamos en lo de mi abuelo, y yo me quedaba a dormir. El fin de semana se lo dedicábamos casi entero al Broken Sword. Le dábamos masa y nos comíamos la cabeza intentando descubrir quién carajo provocó el atentado. Esa explosión enorme en ese boliche de París. Hacíamos pausa para merendar y pensábamos en lo que sabíamos de cada personaje. Llevábamos un registro escrito, y en la semana me quemaba la cabeza pensando en posibilidades. ¿Qué nos hacía falta para continuar? ¿Algún objeto? ¿Alguna interacción? Me volvía a casa y te llamaba durante la semana para que encendieras la computadora y probaras usar el objeto X en tal lugar, o que volvieras a preguntarle a tal persona, o de nuevo llamaras a la periodista Nicole Collard, y vos dejabas lo que estabas haciendo, encendías la máquina, me cortabas, me volvías a llamar cuando estuvieras con el juego andando y probabas. Muchas veces no lográbamos nada. Pero cuando sí, gritaba de felicidad. A veces, como sucede en este tipo de juegos, pasaba el tiempo jugando y nada. Nada… Nada… Nada… ¡Pero no me rendía! Y a veces vos solito te ponías a jugar y lograbas destrabar cosas. Recuerdo cuando morimos. No podía creer que pudieras morir en una aventura gráfica clásica point and click. La mafia parisina nos mató y vimos cómo tiró nuestro cadáver al río. ¡Pero eso no nos detuvo! Seguimos adelante. El Carmen Sandiego (gran nota de Berdy en Ludorama otoño) y el Broken Sword: dos juegos que me hacían sentir un detective con un propósito. Siendo solo un nene, me sentía poderoso y con convicciones. Con cosas por resolver. Que un videojuego te haga sentir así es algo muy valioso.
Salgo de París y viajo a Irlanda con una pista sobre el tipo en cuestión. Acá ya la historia se pone medio mística con el tema de los templarios. Lo que antes me tardaba meses, ahora lo paso en dos horas. No es tan complicado el asunto. Me trabo con una cabra que intenta matarme. Intento acordarme si con mi abuelo llegamos a Siria. Quiero terminarlo, pero me trabé y me dan ganas de ver cómo pasarlo en YouTube. Pero no voy a hacerlo. Por honor, tengo que terminarlo. Cae mi amigo Nacho a casa, le pongo el juego para que intente pasármelo. Nunca lo había jugado en su vida. Se aviva de hacer algo que yo creía que había hecho, pero se ve que no. Pasa la parte en la que me había trabado. Obviamente, le digo que deje de jugar. Que gracias, pero que ahora sigo yo.
En tus últimos años, recordamos mucho estos momentos. Te compraste una tablet y quisiste que te enseñara a jugar a algo nuevo, porque ya estabas cansado del Solitario. Te descargué el UNO y el Candy Crush, pero te cansaron rápido. Ya tenías noventa y pico de años y poca paciencia. Jugaste algunos ‘runners’, pero tampoco te llamaron la atención.
En una de nuestras charlas, me confesaste que habías bajado una guía de internet para el Broken Sword. Que cuando nos trabábamos, para que yo no me pusiera triste, pasabas esa parte o me decías qué hacer para pasarla. En realidad, ya sabías qué hacer, pero no querías que me frustrara y dejara de ir a jugar a tu casa.
Ese eras tú. Así demostrabas que me querías. Entendiste cómo hacer para que fuera a tu casa a jugar contigo, a navegar por internet, a pasar tiempo juntos como tu “nietito querido”. Ahora, escribiendo este artículo, me doy cuenta de que todo esto lo hacías simplemente para pasar tiempo conmigo. Para estar cerca y presente.
Y ahora estoy frente a tu tumba, llorando, leyendo el Kel Maleh Rachamim (oración de la misericordia) y el Kadish. Me doy cuenta de que no estás enterrado al lado de tus padres, como tú querías. Me acerco al encargado para que me diga dónde están ellos. Nos ponemos a buscar en los registros, hoja por hoja. Buscamos cada Bentolila y cada Benabú, pero no son mis bisabuelos, que vinieron a fines del siglo XIX desde África por un futuro mejor. Nada. ¿Habré cometido un error e hicieron que mi abuelo lo enterraran en otro cementerio? No tenía sentido. Mi único recuerdo era una esquina. Voy a una cerca de la salida, pero no encuentro nada. Decido caminar un rato; faltan 10 minutos para el cierre. Recorro y respiro. Pienso en todo lo jugado, en todo lo vivido. Me siento George Stobbart por un rato. Pienso también en lo que significó mi abuelo en mi vida, en toda la historia que podría contar por acá, pero que no corresponde. Pienso en mi dolor.
A lo lejos veo el lugar donde se hacen los baños a los cuerpos. Decido ir ahí. Esa esquina me llama. Empiezo a buscar y encuentro una pareja de Bentolila, pero no son ellos. Leo muchos Moisés, Sara, etc. No los encuentro por ningún lado. Me doy por vencido; el cementerio está a dos minutos del cierre. Encaro para atravesar nuevamente todo el cementerio marroquí de Avellaneda. Giro la cabeza y ahí estaban mi bisabuela y mi bisabuelo. Solo recordaba una esquina, de cuando enterramos a mi bisabuela Raquel. Yo tenía 4 años. Dejé unas piedras. Me guiaste tú, abue, hasta ellos.
Hoy te lloro. Hoy me acompañas con el Broken Sword y, ¿por qué no?, en cada juego que juego. Tú me susurras cómo pasar cada parte, cómo jugar mejor. Hoy lloro tu muerte, porque celebro lo que hiciste con mi vida.
Profesor en artes con orientación al teatro, game designer, guionista y copywriter (esto no significa que haga algo bien). Juancito tiene Instagram, síganlo (no nos hacemos responsables).